22 de septiembre de 2012

Crítica de cine: El discurso del rey, de Tom Hooper

[23-XII-2010]

Pues ayer, en una tarde lluviosa, fui a verla al cine. Éramos pocos, la verdad, ningún chaval joven, lo cual ya significa algo.

Jorge VI (1895-1952, r. desde 1936), nacido Alberto Federico Arturo Jorge de Windsor, no estaba destinado a ser rey del Reino Unido y (último) emperador de la India. Con una infancia difícil, en momentos en que el amor y el cariño era un elemento secundario, nunca reflejado públicamente, Bertie (como le llamaban en la intimidad) arrastró una tartamudez que, en ocasiones, se convirtió en cuestión de Estado. Duque de York, siendo su hermano mayor David el príncipe de Gales (y efímero rey Eduardo VIII), su padre Jorge V llegó a tacharlo de cobarde por no superar sus problemas de dicción. Como miembro preeminente de la casa real, Bertie debía dar discursos, en ocasiones radiados, por lo que su tartamudez era conocida por todo el imperio británico. Y, por ello, a priori no estaba destinado a reinar jamás. Pero la abdicación de Eduardo VIII, que se negó a romper con la divorciada estadounidense Walllis Simpson y con la que pretendía casarse, un escándalo mayúsculo para quien era el jefe de la religión anglicana, llevó a Bertie, ya Jorge VI, al trono en 1936. En momentos difíciles: el auge de los fascismos en Europa, la amenaza creciente del expansionismo alemán con Hitler a la cabeza, la flaqueza de los gobiernos británicos de Baldwin y Chamberlain para hacerle frente, el inicio del fin del imperio británico, una guerra mundial, bombardeos sobre territorio británico,... a todo ello debió hacerle frente un rey inseguro, traumatizado por sus problemas de dicción, pero que se mostró tremendamente dispuesto a ser el líder de su pueblo. Y para los británicos quedará el recuerdo de su rey, a pie de calle, visitando el Londres en ruinas, preocupándose por sus súbditos. Y su esposa, Isabel Bowes-Lyon, la casi eterna Reina Madre, aún supo ganarse más el cariño de un pueblo que siempre, en pocas palabras, la adoró.
 
La película nos lleva a diversos momentos de la vida de Bertie/Jorge VI, magníficamente interpretado por un excelso Colin Firth (Oscar a la vista) y al problema de su tartamudez. Y a la relación que estableció con Lionel Logue (magnífico, ocurrente y en ocasiones jocoso Geoffrey Rush), el logopeda que le ayudó desde 1934 en sus problemas con la tartamudez. El hombre que le acompañó en los momentos en que debía dar un discurso a la nación (y durante la guerra diio muchos). El hombre que se acabó convirtiendo en su amigo, en algo más que un "australiano, el vulgar hijo de un cervecero". Porque la película ahonda en esas diferencias de clase (ahora algo menos) que existían en la sociedad británica de los años treinta. Ya los políticos que aparecen (Baldwin, Chamberlain, un Churchill envaradísimo encarnado por Timothy Spall). Y la película las refleja en los espacios, que poco a poco se acortan, que desde el primer momento se crean, físicamente, entre Bertie y Logue ("mi castillo, mis reglas, llámeme Lionel"). Un espacio que se va rompiendo, poco a poco, a medida que el duque de York confía en Logue, en quien le ayuda a superar problemas físicos y psíquicos (la tartamudez nace de unos traumas infantiles para Bertie).

La película es tremendamente británica en situaciones (la escena de Isabel yendo a la consulta de Logue en medio del smog, la bruma netamente londinense, por ejemplo), en el modo en que se nos muestra a los personajes, en el lugar que ocupan en la escena (y en la sociedad), en ese sentido del humor tan british ("¿cuándo podrá desalojar el local?", le espeta Logue a todo un arzobispo de Canterbury, interpretado por un clásico Derek Jacobi, en la abadía de Westminster). Pues hay escenas divertidísimas (cuando Isabel se presenta a la esposa de Logue; el modo en que, tacos por medio, Bertie supera sus problemas de dicción, todo Logue en sí). Y hay sobriedad, típicamente británica. La película, sin ser acartonada, ni de lejos, profundiza en las relaciones familiares de los Windsor (especialmente en un Eduardo VIII, interpretado pro Guy Pearce, que resulta, cuanto menos un snob estúpido y con muchísimas ínfulas). Emotiva y sobria es la escena que da título a la película: el discurso de Jorge VI, radiado para todo el orbe británico, en el que nos emocionamos con la fuerza del personaje, mientras se oye de fondo el "Allegretto" de la 7ª Sinfonía de Beethoven. Ojo al parche: no deja de ser irónico que se haya escogido esta pieza, compuesta por un Beethoven ya sordo, para acompañar el discurso de alguien que luchar por superar su tartamudez.

El espectador empatiza con Bertie/Jorge VI, con sus virtudes y sus defectos, con el sufrimiento de alguien que no se creía destinado a ser más que un miembro secundario de una familia real, y que acabó convirtiéndose en uno de los soberanos más queridos por el pueblo británico por su sencillez, modestia y fortaleza moral. Y la interpretación de Firth refuerza estos argumentos. Helena Bonham Carter está, simplemente, deliciosa como la reina Isabel. Destaquemos la música de Alexandre Desplat, una vez más. Y el buen pulso de Tom Hooper tras la cámara. Ah, se me olvidaba: el doblaje al castellano está muy bien, pero en versión original esta película se disfrutará aún más...

En definitiva, una película eminentemente monárquica, pero no cortesana. Una buena elección para una tarde, lluviosa o no. Y una de las apuestas seguras para los Oscars que se aproximan.

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